"No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo." Don Francisco de Quevedo.

BARRA DE BUSQUEDA

lunes, 23 de julio de 2012

DON AGUSTÍN DE ITURBIDE. EL TRÁGICO DESTINO DEL LIBERTADOR DE MÉXICO: Por Alfonso Trueba Olivares (revisión, comentarios y actualización por el doctor Juan Bosco Abascal Carranza).

Don Agustín de Iturbide
HONOR A QUIEN HONOR MERECE: PRIMERA ENTREGA.

La figura de Agustín de Iturbide es como una vieja y gran estatua que hubiese estado por largos años sepultada en el fondo de un pantano. Esa figura manchada, cubierta de cieno, de rasgos corroídos, es la que se ofrece a la vista del pueblo, no sobre un pedestal, sino arrojada a un lado del camino que lleva al panteón de los héroes consagrados, o en la bodega donde se guardan los telebrejos que formaron parte del escenario de un drama que no volverá a representarse.
 
El pueblo no se detiene a contemplarla; pasa de largo, sin preguntar si ese bronce corroído es realmente la imagen del Libertador de México.
 
Pero alguien que quiera saber con certeza cómo fue realmente Agustín de Iturbide, deberá empezar por acercarse a la estatua, luego habrá de quitar la capa de barro que la cubre y reconstruir sus rasgos.
 
Esta fue la operación que emprendimos, y su resultado, el presente, un incompleto pero estimulante trabajo.
 
 Confesamos que a medida que la operación avanzaba y se iban revelando las verdaderas facciones del personaje, nos conmovió la alegría que produce un grato descubrimiento. Al concluir la tarea estábamos convencidos de que el material de la estatua era de tal consistencia y de tal valor, que, limpia y reconstruida, podía resplandecer sobre un pedestal.
 
Hubiéramos querido que este breve ensayo biográfico tuviese el efecto de un desagravio a la verdad histórica, tan ofendida en el caso del Libertador de México. Pero una producción periodística como es esta, elaborada en unas semanas, no permite examinar las cuestiones con la extensión y profundidad que exige un trabajo de la naturaleza del que hubiéramos querido realizar. Sirva lo anterior de excusa a las deficiencias que halle el lector en este folleto.
Ojalá que la reproducción de noticias aquí expuestas, desconocidas por cualquier motivo a alguno de nuestros lectores, sirva rectificar su concepto sobre el Libertador, si lo tenía equivocado, o para confirmarlo, si era correcto.

CAPÍTULO 1.
 
Estamos en la tranquila Valladolid, en el otoño de 1783, cuando se fue divulgando por la ciudad la nueva del nacimiento del primogénito de José Joaquín de Iturbide y María Josefa de Aramburu.
 
El primero de octubre de 1783 lo bautizó el canónigo José Arregui con los nombres de Agustín Cosme Damián. El escribano dio fe del acto en los siguientes términos: “En la ciudad de Valladolid, el primero de octubre de 1783, el señor Dr. D. José Arregui, canónigo de esta santa iglesia catedral, con mi licencia exorcizó solemnemente, puso óleo, bautizó y puso crisma a un infante español que nació el día 27 del próximo pasado septiembre, al cual puso por nombre Agustín Cosme Damián, hijo legítimo de don José Joaquín de Iturbide y de doña María Josefa Aramburu. Abuelos paternos don José de Iturbide y doña María Josefa de Arregui. Maternos, don Sebastián Aramburu y doña María Nicolasa Carrillo...”
 
La familia en cuyo seno nacía Agustín era originaria del reino de Navarra. Floreció en el Valle de Baztán, no lejos del lugar de la provincia de Guipúzcoa, donde nació Ignacio de Loyola. El historiador Mariano Cuevas afirma que José Joaquín de Iturbide nació en Valladolid, pero un moderno biógrafo del Libertador ha puesto en claro que aquél nació en España y fue bautizado el 6 de febrero de 1739 en la parroquia de San Juan Evangelista de la Villa de Peralta.
 
Poco se sabe acerca de los Iturbide en la vieja España. "De la niebla de los Pirineos Occidentales -dice Robertson- emerge la oscura figura de José de Iturbide (abuelo de Agustín), quien en el segundo cuarto del siglo XVIII vivía en una región al sur de la casa ancestral... Fuentes impresas confirman el punto de vista según el cual José Joaquín de Iturbide, padre de Agustín, nació en 1739 en aquella parte de la antigua España donde el pueblo guarda memoria de la defensa que los vascos amantes de la libertad hicieron de su patria en el Paso de Roncesvalles".
 
Es probable que José Joaquín emigrara de Navarra en su temprana juventud, y viniera a América en la caudalosa corriente de fuertes, duros y emprendedores vascos fundadores de útiles familias que todavía sobreviven en las tierras bajas de México. José Joaquín se radicó en Valladolid, donde vivía un pariente, y allí caso con una criolla, Josefa Aramburu. De esta unión nacieron 5 hijos: Agustín, Mariano, Francisco, Josefa y Nicolasa.
 
Josefa Aramburu era descendiente de vascos, de ahí que con razón se jactara Iturbide de que “por mis cuatro costados soy navarro y vizcaíno"
 
El escudo de armas de la familia Iturbide era acuartelado. El primer cuartel era un campo azul con tres bandas diagonales de plata; el segundo, un campo rojo con dos leones rampantes en oro; el tercero, también rojo con dos leones dorados; y el cuarto, un campo azul con tres bandas horizontales de plata.
 
José Joaquín de Iturbide prosperó económicamente gracias a su trabajo y su honestidad. Poseía dos casas en Valladolid y la hacienda de Quirio. Sus posesiones y la de su esposa, según avalúo practicado en la testamentaría de Agustín Iturbide, representaban un valor aproximado de cien mil pesos (de aquellos pesos). Era, pues, la familia de Iturbide una familia rica, y como todas las de su época, profundamente devota y firmemente adherida a las tradiciones y costumbres españolas. Agustín adquirió hábitos de piedad en el seno familiar, de los que nunca se avergonzó, según lo demuestran las siguientes expresiones del memorial que dirigió al Virrey con motivo de los cargos que en su contra había formulado el cura Labarrieta: “Me zahiere impiadosamente porque oigo misa, y porque rezo el rosario; sólo en él cabe tal conducta contra una costumbre que es de todos los españoles; y yo confieso deberla a mis respetables y cristianos padres, que me la enseñaron desde muy tierno y me la recuerdan muchas veces”.
 
Hay constancia de que el padre era un hombre aficionado a la lectura. En la lista de los libros que perdió cuando su casa fue saqueada por los insurgentes, figuran, entre otras obras, los Anales de Navarra, una biografía de Cicerón, una historia de España, la Araucana, de Alonso de Ercilla, Los Viajes de Pons, El Seminario de Agricultura, La Arte de encomendarse a Dios, Gil Blas, y Don Quijote, libros que seguramente fueron leídos por el joven Agustín, dadas sus inclinaciones literarias.
 
También hay pruebas de que José de Iturbide participó en empresas políticas. Por los años de 1785, según refiere Alamán, se vio mezclado en una de las primeras dispuestas entre europeos y criollos, antecedentes de la terrible lucha en que su hijo intervendría de modo principal. Sucedió que vacaron dos plazas de regidores del Ayuntamiento de Valladolid, y puestas a remate (pues los oficios eran vendibles) hicieron postura un europeo, José Joaquín de Iturbide, y un criollo, José Bernardo Foncerrada, con quien compitió otro europeo, José Antonio Calderón. Foncerrada ofreció enorme precio por la plaza, irritado de que se la disputara un gachupín, y el virrey Mayorga, para evitar la contienda, sorteó el empleo, que fue ganado por Calderón, lo que enojó a Foncerrada, quien se expresó agriamente de los europeos y de los derechos del rey. Fue denunciado al ministro de Indias, Gálvez, y el denunciante decía que si Foncerrada, que no tenía a su disposición más que los rancheros que formaban la milicia de Tancítaro, contase con mayores medios, haría una revolución. Este hecho revela que al nacer Iturbide se hallaban en estado de fermentación las causas que determinarían la Independencia.
 
Valladolid, sede episcopal, era una ciudad culta, donde había universidad, seminario, bibliotecas y hombres notables por su saber que representaban las nuevas corrientes filosóficas.
 
El convento de San Agustín, vecino a la casa de los Iturbide, y cuyo prior estaba ligado por lazos de amistad íntima con la familia, contenía una riquísima biblioteca, la que debió visitar muchas veces el primogénito de don José Joaquín.
 
Justamente el año de 1783, o sea el año del nacimiento de Iturbide, empezó a enseñar filosofía en el Colegio de San Nicolás un brillante clérigo: Miguel Hidalgo, quien por cierto era pariente de los Iturbide. El profesor Hidalgo, hombre a la sazón de 30 años de edad, ganó poco después un concurso al que fueron convocados los teólogos. Su disertación fue premiada con 12 medallas de plata. Es indudable que, dadas las relaciones de parentesco y amistad de Miguel Hidalgo con la familia Iturbide, el joven Agustín debió tratarlo con cierta frecuencia.
 
En 1784 llegó a la capital de Michoacán, para hacerse cargo del obispado, Fray Antonio de San Miguel, hombre influido por las nuevas ideas, como lo demuestra el hecho de que citara la autoridad de Montesquieu para apoyar una reforma benéfica.
 
Con Fray Antonio de San Miguel llegó a Valladolid, como familiar del obispo, el doctor Manuel Abad y Queypo, hombre de claro talento literario, agudo observador de los males sociales y cuya Representación hecha en el año de 1815 constituye un exacto estudio sociológico que justificó la Independencia. Entre Abad y Queypo y Agustín de Iturbide existieron ciertamente las relaciones que generalmente existen entre vecinos más o menos notables de una ciudad pequeña, y es probable que el brillante eclesiástico influyera en la formación mental del joven Iturbide.
 
La época en que nace y se forma Agustín de Iturbide marca su propio destino. Es época de cambios profundos, de renovación de ideas, de inquietud y descontento en los espíritus. El suelo de la Nueva España no es firme. Las bases del orden tradicional sufren los embates de la nueva marejada ideológica. Hay una Revolución en perspectiva. Una Revolución fatal.
 
En 1783 gobierna la Nueva España el Virrey Matías de Gálvez, "hombre de paz, sencillo, bien intencionado, y que no se había olvidado de su primitivo estado de labrador, para lo que le llamaba más bien la naturaleza, que para mandar ejércitos y presidir los destinos de un gran pueblo”.
 
Por ese tiempo rige el imperio español el rey Carlos III, “que fue simple testa férrea de los actos buenos y malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado a la caza que a los negocios, y aunque terco y duro, bueno en el fondo y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada". "Madrugador, virtuoso, como todos los de su familia, Carlos III era un diligente administrador, de alma edilicia, pero un político incapaz... En América, el reinado de Carlos III es el de las sublevaciones y protestas contra los impuestos y reglamentaciones. Por primera vez gritan en América: Nuevo Rey y Nueva Ley”.
 
En 1767, o sea 16 años antes del nacimiento de Iturbide, los jesuitas fueron expulsados de todos los dominios de España, por decreto de Carlos III. En México causó la expulsión descontento; el marqués de Croix, fiel representante del despotismo ilustrado, dictó entonces un úkase en el que expresaba: "Sepan de una vez 1os vasallos de este reino que nacieron para callar y obedecer, y no para opinar en los altos asuntos del gobierno”. El extrañamiento de los jesuitas, aconsejado por los ministros masones y volterianos de Carlos III, vendría a ser el antecedente remoto de la Independencia, y origen remoto de los terribles males del México del tercer milenio.
 
El último cuarto del siglo XVIII es el tiempo de las grandes perturbaciones políticas. Caen tronos seculares, se hacen independientes los pueblos, se forman nuevas unidades nacionales, se expiden constituciones. “Hay tres que enardecen de entusiasmo: Derechos del hombre, Soberanía del Pueblo y Racionalismo Religioso. Los tres se cifran en una palabra llena de romanticismo: LIBERTAD, y se dirigen a destruir dos objetivos a los que se llamaba la superstición y el despotismo, es decir, la Iglesia y los Reyes.”
 
En 1776 se firma la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, independencia que se consuma justamente en el año del nacimiento de Agustín Iturbide (3 de septiembre de 1783, en que es reconocida por el Tratado de Versalles). La independencia de los Estados Unidos traería por consecuencia la de los reinos hispanoamericanos, según lo previó, con extraordinaria lucidez, el Conde de Aranda.
 
En 1789, cuando Iturbide tenía 6 años, comienza la orgía de libertad de la Revolución Francesa.
 
El agente difusor y ejecutor del liberalismo político -la Masonería- logra apoderarse totalmente, por ese tiempo, de los puestos de mando en la Península, y continúa minando las bases del imperio español.
 
Las ideas liberales forman, pues, la atmósfera de esa última parte del siglo XVIII. La tranquila Valladolid no se halla fuera de esa atmósfera. Por el contrario, vive sometida a su influencia. No sin razón dijo el virrey Venegas en 1811, en un informe a la Corte de Madrid, que "la ciudad de Valladolid de Michoacán había sido origen de la revolución y el constante foco de ella".
 
En este ambiente se desarrolló y formó el espíritu de un muchacho pletórico de fuerza, inquieto y afanoso de ocupar un sitio alto entre los suyos: Agustín de Iturbide.
 
Latente, pero terriblemente poderosa, opera en la Nueva España una nueva fuerza: es el criollismo.
 
Lo encarna el hijo de español nacido en América que no ocupa el puesto a que sus méritos le dan derecho en la sociedad novo hispánica.
 
A principios del siglo XIX había en México 70,000 europeos, a quienes pertenecían casi todos los empleos en la administración pública, la iglesia, la magistratura y el ejército; ejercían casi exclusivamente el comercio y eran prácticamente los únicos dueños de la riqueza del país.
 
Aunque las leyes no establecían ninguna diferencia entre el español europeo y el americano, ni tampoco respecto a los mestizos, la diferencia existía de hecho, y originó una rivalidad feroz entre gachupines y criollos, que oculta durante muchos años, tenía que romper y estallar en forma violenta.
 
Humboldt observó esta rivalidad y dejó consignadas sus observaciones en las siguientes palabras: "Las leyes españolas conceden los derechos a todos los blancos; pero los encargados de la ejecución de las leyes buscan todos los medios de destruir una igualdad que ofende el orgullo europeo. El gobierno, desconfiando de los criollos, concede los empleos importantes exclusivamente a los nacidos en la antigua España... El europeo más miserable, sin educación y sin cultivo intelectual, se cree superior a los blancos nacidos en el nuevo continente; y sabe que con la protección de sus compatriotas puede llegar algún día a puestos cuyo acceso está casi cerrado a los nacidos en el país, por más que éstos se distinguen en saber y en cualidades morales.
 
“Los criollos prefieren que les llame americanos; y desde la paz de Versalles, y especialmente después de 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: 'Yo no soy español: soy americano’, palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento”.
 
En verdad, resuena ya, "bajo la agrietada bóveda de la Colonia", el choque apocalíptico de dos mundos: Europa y América.
 
El criollo refinado, con aires de caballero, pródigo e ingenioso, veía con desprecio al europeo, que le parecía zafio, ruin y torpe. Y como éste acaparaba los altos empleos políticos y eclesiásticos, a los que el criollo rara vez tenía acceso, la rivalidad fue aumentando, y se manifestaba hasta en los claustros públicos y caseros, donde los disturbios eran frecuentes a causa de la diversidad del lugar de nacimiento.
 
"Los criollos -dice Pereyra- desarrollaron su conciencia de clase desde los días inmediatos a la conquista... Henchían las aulas, descubrían vivo y precoz ingenio, y no podían conllevar que los españoles les arrebatasen lo que ellos juzgaban pertenecerles en derecho. Sentían unas veces desaliento, la más grave irritación, al ver la preferencia que de ordinario lograban los españoles, al parecer sólo por serlo; y, como no podían pasar a mayores, se desahogaban en quejas, y aprovechaban cuanta ocasión se les ofrecía para molestar a los usurpadores. Tales quejas no carecían de fundamento; pero dada la condición de las cosas, era natural lo que pasaba. Los criollos no reparaban en que sus méritos, por grandes que fuesen, rara vez eran conocidos fuera de la colonia. Los empleos que se daban los españoles a sí mismos estaban junto a la fuente de las mercedes, y las interceptaban, por decirlo así, sin que la culpa fuese toda del gobierno español sino en gran parte de las circunstancias".
 
En opinión de muchos contemporáneos, la persecución a los jesuitas "era el último término del divorcio entre el criollismo y la dominación peninsular".
 
Entre los desterrados por Carlos III, había criollos eminentes, como Clavijero y Alegre, de México. Para refutar la tesis del holandés Pauw sobre la degeneración de generación de las especies americana animales y vegetales, Francisco Javier Clavijero publicó su obra “Storia de Messico”, que fue traducida a varias lenguas y circuló por Europa. Esta obra, como la del jesuita chileno Juan Ignacio Molina, refleja una irritación perfectamente explicable. "Los jesuitas maestros de la juventud criolla y sostenedores de la civilización en las fronteras de la vida salvaje, eran arrojados de sus respectivas patrias por un rey extranjero. El nacionalismo, bajo la forma de criollismo, tomaba en ellos una fuerza especial, y con la magia de su expresión evocadora, llevaban su querella hasta reivindicar las excelencias nativistas de una civilización precolombina. Clavijero, sobre todo, que podía hablar de los esplendores de una Troya lacustre, representó la reivindicación anticonquistadora con el disfraz vistoso del patriotismo”.
 
Así fue como el interés del criollo adoptó la bandera del indigenismo, y ello explica el absurdo de que los criollos pensaran que la lucha por la Independencia tenía por objeto libertar, no naciones formadas a raíz de la conquista, sino a los antiguos reinos indígenas.
 
Iturbide vive en una época en la que el criollismo se agita como hinchado caudal subterráneo de resentimiento y odio, y está a punto de reventar. Ha sonado ya el grito de “¡Mueran los gachupines!” en los tumultos que la expulsión de los jesuitas provocó en Puebla, Guanajuato, San Luis Potosí y Pátzcuaro, y aunque sofocado, volverá a resonar muchos años después en Dolores.
 
Qué armas recibe, cómo se adiestra Agustín de Iturbide para intervenir en las grandes luchas a las que está destinado, es algo que importa averiguar.
 
Influyen en su información las características de los ambientes cívicos que hemos descrito. El resultado de estas influencias, contradictorias en el fondo, es un hombre tenazmente adherido a la fe de sus mayores y, al mismo tiempo, con un romántico amor a la libertad.
 
Sabemos que Agustín estudió en el Seminario Conciliar de Valladolid, donde obtuvo muy buenas notas, sin completar ningún curso de estudios. No hay noticia de que hay recibido otra instrucción académica; “por eso quedamos intrigados –dice su biógrafo Cuevas– sobre dónde, cómo y de quién recibió ese conjunto de disciplinas y formación literaria que se echan de ver en los escritos de su mayor edad”.
 
Ciertamente la copiosa producción literaria de Iturbide revela cultura, aunque también inconsistencia, especialmente en materia política. Probablemente tenga razón Robertson, su biógrafo norteamericano, cuando dice que era defectuosa, y esto lo explica la falta de maestros.
 
Ninguna oportunidad tuvo Agustín de Iturbide de adquirir una mediana cultura política, porque según el testimonio autorizado de don Luis G. Cuevas, “la ciencia del gobierno, la economía política y el derecho público se ignoraban completamente, y por desgracia, las nociones que comenzaban a adquirirse, eran las que ministraban los libros y folletos franceses traducido al español y escritos con la frivolidad propia de la época y del cambio violento que sufrían las opiniones y los gobiernos”.
 
Zavala confirma esta observación cuando dice que “algunos jefes que se han distinguido por servicios hechos a la independencia en 1821, me han confesado que no conocían ninguna cuestión de derecho natural, ni sabían otra cosa mas que obedecer al rey y a sus jefes cuando sirvieron bajo las órdenes de los virreyes, destruyendo los cuerpos de los patriotas". Agrega que esos jefes "conocieron su equivocación" al llegar a sus manos los libros y folletos de que habla Cuevas.
 
De modo, pues, que las primeras nociones de filosofía política que adquirieron los autores de la que Independencia, tuvieron su origen en esa literatura de la que Zavala habla con entusiasmo.
 
Sin embargo, nos parece que no era tan completa la ignorancia en materia política porque las gestiones del Ayuntamiento en 1808, de las que luego hablaremos, demuestran que había personas enteradas de las viejas tradiciones políticas castellanas.
 
Iturbide, desgraciadamente, también sufrió el deslumbramiento de las nuevas teorías, y a la hora decisiva le faltó el asidero de la firme doctrina tradicional acerca de la autoridad y del poder para rechazar el ataque de sus enemigo.
 
El lenguaje tiene reflejos liberales. En los Tratados de Córdoba suscribe esta declaración típicamente rusoniana: "Toda persona que pertenece a una sociedad, alterado el sistema del gobierno o pasando el país a poder de otro príncipe, queda en estado de libertad natural para trasladarse con su fortuna a donde le convenga.” (Cláusula 15).
 
En una carta a Carlos María de Bustamante, fechada el 27 de septiembre de 1822, dice: "Amo al Congreso, veo en él baluarte de la Libertad, la esperanza de la patria”.
 
En fin, Iturbide refleja las ideas de su siglo, y encarna esta dolorosa antinomia que define don Luis G. Cuevas: "Puede decirse con exactitud que la nación, al comenzar el año de 1821, era liberal porque quería ser independiente, y que sin embargo repugnaba el sistema porque quería ser religioso”. Por eso, como él mismo lo dijo en una preciosa confesión, "su alma aturdida fluctuó entre la verdad y la mentira" en el momento de las grandes resoluciones.
 
Para el ejercicio de los duros trabajos que le impuso su profesión de soldado, Agustín de Iturbide recibió en su juventud la mejor preparación: "No era un niño de recámara -dice Cuevas- sino hijo del campo".
 
En efecto, fue en el campo, administrando la hacienda de su padre, donde Agustín se hizo hombre. Ahí aprendió a montar, y galopando montes y valles, lazando y coleando reses, adquirió fama de gran jinete.
 
Por su resistencia para cabalgar durante muchas horas le llamaron El Dragón de Fierro.
 
Montaba con tal distinción que un soldado que perteneció al ejército de las Tres Garantías lo reconoció con sólo verlo a caballo cuando desembarcó en Tamaulipas al regreso de su exilio.
"Ese que va ahí -dijo- es Iturbide, o el mismo demonio”.
 
En la última década del siglo XVIII, el coronel Diego Obregón, Conde de Casa Rul, organizó el regimiento de infantería de la milicia provincial de Valladolid, al que ingresó Agustín de Iturbide. El primer certificado de su carrera militar data de diciembre de 1800, está firmado por el Conde de Casa Rul y hace constar que en octubre de 1797 -tenía entonces 14 años de edad- recibió el grado de segundo alférez. Su hoja de servicios declara que el joven soldado era de noble linaje, que su salud y conducta eran buenas, y su reputación de valiente.
 
Agustín era un atlético y desenvuelto cadete que llevaba con garbo el uniforme azul con galones dorados de su regimiento. Con este atavío debió pasear muchas veces delante del Colegio de Santa Rosa, donde estaba interna una hermosa criollita, de la que se enamoró siendo estudiante del seminario: Ana María Huarte, hija del intendente Isidro Huarte y de Ana María Muñiz.
 
En 1805, el 27 de febrero, Agustín de Iturbide y Ana María Huarte se casaron en faz de la iglesia. La novia recibió de su padre una sustanciosa dote.
 
Durante el largo tiempo de la dominación española en América no hubo ningún peligro serio de invasión del continente por parte de las potencias con las que España estuvo en guerra. Hecha la independencia de los Estados Unidos, algunos aventureros de este país se internaron en territorio de la Nueva España. El primero ellos fue Felipe Nolland, quien a principios de 1801 se introdujo hasta Nueva Santander. Nolland fue atacado y muerto por una fuerza al mando del teniente Miguel Múzquiz. Pocos años después, el coronel Burr, vicepresidente de los Estados Unidos, intentó invadir la provincia de Tejas, convocando aventureros para establecerse en ella. Para impedirlo fueron enviadas a dicha provincia las milicias de Nuevo León y Nuevo Santander.
 
En 1806, Inglaterra atacó Buenos Aires, y aunque el ejército que llegó a ocupar la ciudad se vio obligado a capitular, se preparó otro cuyo destino se dudaba si era Buenos Aires o la Nueva España.
 
En vista de estos amagos, el virrey Iturrigaray acantonó tropas en Jalapa, Perote y otros puntos inmediatos, en número de 14,000 hombres, tanto de cuerpos veteranos como de milicias.
 
Poco después de su matrimonio, Iturbide fue trasladado con su regimiento a Jalapa, donde hizo prácticas militares. Evidentemente cumplió con su deber a satisfacción de los superiores, pues en octubre de 1806 fue ascendido a primer alférez.
 
En 1808 el virrey presenció las maniobras de las tropas acantonadas en Jalapa, que se reunieron en la llanura del Encero.
 
“Así se prepararon las tropas de la Nueva España -dice Alamán- para las operaciones de la campaña; se formó en ellas un espíritu militar que antes no había; los jefes y los soldados se conocieron y se pusieron en comunicación unos cuerpos con otros, excitándose una noble rivalidad y un empeño en distinguirse hasta entonces desconocido en estos países, que por tantos años habían disfrutado de una profunda paz.”
 
La experiencia vivida en Jalapa seguramente ayudó a revelar a Agustín Iturbide que su verdadera vocación no era otra que la de las armas.

CAPITULO 2.
 
Las tropas de Napoleón invaden España en marzo de 1808. El 19, un tumulto en Aranjuez obliga al inepto rey Carlos IV a abdicar en su hijo Fernando, quien es proclamado monarca. En Bayona, el 6 de mayo Fernando renuncia su derecho a la corona. El 6 de junio Napoleón proclama a su hermano José rey de España y de las Indias. Como por arte de magia brotan juntas que denuncian la usurpación y asumen la autoridad política. El pueblo español, gloriosamente, se levanta contra los invasores.
 
Las noticias de los cambios ocurridos en la madre patria llegan a México en el mes de julio. Fueron una chispa caída en un depósito de pólvora.
 
El Ayuntamiento de la Ciudad de México, a iniciativa del regidor Azcárate, formula una representación ante el virrey en la que sienta esta importante proposición: que la soberanía, por impedimento de sus legítimos representantes, había vuelto al reino y radicaba en las clases que lo formaban, quienes debían ejercerla hasta que el monarca se hallara libre de coacción extranjera. En consecuencia, pedían que el virrey continuara en el mando, sin entregarlo a ninguna potencia, ni a la misma España, mientras estuviera bajo el dominio de los franceses.
 
El virrey, a quien complacía la idea de un poder independiente, pasó la representación del ayuntamiento en consulta al real acuerdo. Varios de los oidores opinaron en contra de la proposición. Villa Urrutia, alcalde de corte, propone una junta general de representantes de las ciudades para que decida lo que deba hacerse. Esta misma idea brota espontáneamente, como flor de vieja tradición, de los ayuntamientos de Veracruz, Jalapa, y Querétaro.
 
Se definen entonces los dos partidos: el de los europeos, o gachupines, que empiezan a sospechar que los ayuntamientos tienden a la Independencia; y el de los criollos, que atribuyen a los peninsulares el propósito de conservar la unión a España, aún sometido al usurpador.
 
Sabido en México que habían surgido juntas en la Madre Patria, opinaron los europeos que a ellas debían someterse. El Ayuntamiento (en el que había criollos) dijo que no e insistió en la reunión e una junta representativa.
 
Ésta se celebró el 9 de agosto. Concurrieron el virrey, la audiencia, el arzobispo, los inquisidores, los ayuntamientos de México, gobernadores de parcialidades, jefes de tribus indias y otros funcionarios.
 
Ante este provisional congreso, el licenciado Verdad, síndico del Ayuntamiento de México, expuso las razones que existían para formar un gobierno con independencia del de España. Reiteró la tesis de que por falta de monarca la soberanía había vuelto al pueblo, y fundó la proposición de formar ese gobierno en la ley de partida que prevenía que en caso de quedar el rey en edad pupilar, sin haberle su padre nombrado tutor o regente, se lo nombrara la nación en cortes, de lo que concluyó que se debía hacer en caso de ausencia o cautiverio del monarca.
 
Los oidores refutaron la tesis del síndico. Uno de ellos calificó de proscrita y anatematizada por la Iglesia la idea de la soberanía popular.
 
Después de esta primera junta, en la que se acordó proclamar rey a Fernando VII, defender la Nueva España y no entregarla a un gobierno extranjero, reuniéronse tres más, cuyo principal objeto fue discutir si se reconocían como supremas las juntas creadas en España. El Ayuntamiento se inclinó a no reconocerlas, salvo el caso que estuviesen expresa y claramente autorizadas por Fernando VII, "pues aunque sea colonia -decía- no por eso carece el reino de derecho para reasumir el ejercicio de la soberanía".
 
El primero de septiembre se convocó a los ayuntamientos del reino a una junta o congreso nacional. El real acuerdo se opuso a la convocatoria, alegando que las leyes prohibían tales reuniones sin licencia real y advirtiendo que podía tener las mismas consecuencias que la reunión de los estados generales de Francia en 1789. Sin embargo, la convocatoria se hizo, y hubo quien propusiera que el congreso se formara de tres brazos: nobleza, clero y estado llano.
 
Está fuera de duda que, apenas reunido el congreso, se habría declarado soberano, como ocurrió en Buenos Aires, Santa Fe y Caracas; habría depuesto al mismo virrey que lo convocó, rehusando reconocer a cualquier gobierno de España, y declarando la independencia. Pero estos hechos se frustraron por la prisión del virrey, el licenciado Verdad y de los principales promotores de la autonomía. Estas prisiones fueron ejecutadas por un rico terrateniente, don Gabriel Yermo, quien se puso a la cabeza del partido europeo, el que fue realmente el autor de la primera revolución. Depuesto el virrey Iturrigaray, los gachupines eligieron al octogenario Pedro Garibay.
 
Así se frustró una Independencia pacífica, fundada en antiguas tradiciones jurídicas castellanas.
 
Cuando ocurren los hechos que dejamos narrados, Iturbide se halla casualmente en la ciudad de México, más ocupado en los negocios particulares que en los políticos. Disuelta la milicia a la que pertenecía, es probable que Iturbide pensara en volver al campo, de lo cual es un indicio el hecho de que el mes de septiembre de 1808 gestionara la compra de la hacienda de Apeo ubicada en Maravatío, la que al fin adquirió con dinero de su esposa.
 
Era Iturbide entonces un oscuro oficial de 25 años, sin definidas simpatías por ninguno de los partidos que han entrado conflicto. Al establecerse el nuevo régimen, su nombre aparece entre los de muchos oficiales que ofrecieron sus servicios al virrey Garibay, según lista publicada en la Gazeta de México el 21 de septiembre de 1808. Esta adhesión sólo demuestra que siguió la general, actuando según lo hicieron sus compañeros de armas.
 
Por el mismo mes de septiembre se juntaban en Valladolid María García Obeso, capitán del regimiento provincial de infantería, Fray Vicente de Santa María, religioso franciscano, y otras personas, quienes en sus reuniones hablaban de los sucesos políticos, tema obligado de todas las conversaciones. Llegó por aquel tiempo a Valladolid José Mariano Michelena, teniente del regimiento de infantería de la Corona, con el propósito de reclutar gente para su cuerpo. Vehemente y resuelto, Michelena redujo a un plan de conspiración lo que hasta entonces no había sido más que pláticas, y participaron en el proyecto el cura de Huango Manuel Ruiz de Chávez, don José Nicolás Michelena, hermano del militar, el licenciado Soto Saldaña, el teniente Mariano Quevedo y otros muchos. El propósito de los conspiradores era formar un congreso que gobernase en nombre de Fernando VII, si España sucumbía al poder de Napoleón. Contaban para poner en práctica su plan con el regimiento de infantería, cuyos oficiales habían entrado en la conspiración, con las fuerzas que mandaban Michelena y Quevedo y con los indios de los, pueblos inmediatos, cuyos gobernadores estaban en contacto con García Obeso. La revolución debería estallar en Valladolid el 21 de diciembre de 1809. Poco antes de esta fecha, la conjura fue denunciada por el cura don Francisco de la Concha, y presos de conspiradores.
 
Se culpa a Iturbide de haber sido él quien denunció la conspiración. Carlos María Bustamante afirma que delató a sus compañeros porque no le ofrecieron el cargo de general.
 
Don Lucas Alamán, historiador nada inclinado en favor de Iturbide, demuestra la falsedad del cargo con estas razones:
 
1.-No hay en todo el proceso que se instruyó a los conspiradores un solo indicio que demuestre la complicidad y denuncia de Iturbide.
 
2.-Entre los testigos examinados, aparece Iturbide, quien declaró que concurrió por casualidad a la casa del licenciado Michelena, donde se tenían las juntas, y que su presencia desconcertó a los reunidos. Si Iturbide hubiere estado en el secreto, sus compañeros, viéndole entre los testigos que deponían contra ellos, no hubieran dejado de echarle en cara su felonía, tanto más que no anduvieron escasos en mutuas recriminaciones".
 
A las anteriores razones, don Mariano Cuevas añade la siguiente: la única fuente de la acusación es el testimonio de Michelena, enemigo de Iturbide, al que no imputó el cargo sino después de que éste había muerto.

La exposición.
 
La revolución tenía que estallar, y estallo al fin, el 16 de septiembre de 1810, en el pueblo de Dolores, animada por el cura Miguel Hidalgo, al grito de ¡Mueran los gachupines! ¡Viva Fernando VII! y ¡Muera el mal gobierno!
 
Hidalgo, a la cabeza de su abigarrado ejército, marcha a San, Miguel, luego a Celaya, de aquí a Guanajuato, ciudad que entrega al saqueo y donde resuelve marchar sobre Valladolid, a la que llega el 17 de octubre.
 
Es evidente que Hidalgo, quien, como hemos dicho, era pariente de Iturbide, pues ambos descendían, por línea materna, de Juan Villaseñor y Orozco, uno de los fundadores de Valladolid, invito al joven oficial a participar en la revolución.
 
"En el año de 1810 dice -el mismo Iturbide en sus memorias hizo su explosión la revolución proyectada por D. Miguel Hidalgo, cura de Dolores, quien me ofreció la faja de teniente general; la propuesta era seductora para un joven sin experiencia, y en edad de ambicionar; la desprecié, sin embargo, porque persuadí que LOS PLANES DEL CURA ESTABAN MAL CONCEBIDOS, no podían producir el objeto que se proponía a verificar. El tiempo de mostró la certeza de mis predicciones”
 
Describe Iturbide su situación al comenzar la insurgencia diciendo: “Servía en la clase de teniente del regimiento provincial de Valladolid, ciudad de mi nacimiento. Sabido es que los que militan en estos cuerpos no disfrutan sueldo alguno: yo tampoco lo disfrutaba, ni la carrera militar era mi profesión: cuidaba de mis bienes y vivía independiente, sin que me inquietara el deseo de obtener empleos públicos que no necesitaba para subsistir ni para honrar mí nombre”.
 
Luego recuerda que el cura Antonio Labarrieta, en el informe que dirigió al virrey, dijo que él habría tenido uno de los principales lugares en aquella revolución, si hubiese querido tomar parte en ella, "y bien sabía Labarrieta -comenta Iturbide- las propuestas que a mí se me hicieron”.
 
Ahora bien, en vez de tomar parte en la revolución de Hidalgo aceptando la oportunidad que se le ofrecía, Iturbide se apresuró a combatirla. ¿Acusa este hecho que era enemigo de la Independencia o demuestra únicamente que, como él mismo lo dice, estaba convencido de que la Independencia no podía obtenerse por los medios puestos en práctica por Hidalgo? ¿Debemos o no dar crédito a Iturbide cuando dice que "sí tomó las armas en aquella época no fue para hacer la guerra a los americano, sino a los que infestaban el país”?
 
Es un hecho atestiguado por los contemporáneos -Alamán, entre otros- que el estado general de la opinión era favorable a la Independencia, "porque era general la persuasión de que España sucumbiría al poder de Napoleón”-. El mismo Calleja participaba de esa opinión, según la carta reservada que el 20 de enero de 1811, después del triunfo de Calderón, escribió al virrey Venegas, en la que decía:
 
“Voy a hablar a V. E. castellanamente, con toda la franqueza de mi carácter: este vasto reino pesa demasiado sobre una metrópoli cuya subsistencia vacila: sus naturales y aun los mismos europeos, están convencidos de las ventajas que les resultarían de un gobierno independiente, y si la insurrección absurda de Hidalgo se hubiera apoyado sobre esta base, me parece, según observo, que hubiera sufrido muy poca oposición"
 
No es creíble que Iturbide, en quien hemos de reconocer extraordinaria perspicacia para descubrir el sentido de las corrientes de opinión -y para aprovecharse de ellas, según lo demostró en 1821 - estuviese en contra de una Independencia en cuya necesidad todo mundo estaba de acuerdo. Hay, por otra parte, no pocas pruebas -que expondremos en su oportunidad- de que en el curso mismo de la lucha contra los insurgentes, Iturbide pensó en realizar lo que aquéllos no podían conseguir. En consecuencia, si combatió la revolución de Hidalgo fue por las mismas razones que tuvieron otros muchos partidarios de la Independencia que también se le opusieron, o sea porque estaba convencido de que "los planes del cura estaban mal concebidos" y de que aquel movimiento anárquico y devastador no podía terminar sino en desastre, como terminó, retardando con ello la Independencia.
 
Iturbide se hallaba en el caso de los demás criollos que pertenecían al ejército: todos eran independientes, y sin embargo, combatieron a Hidalgo. Felipe Codallos, Anastasio Bustamante, Luis Quintanar, Valentín Canalizo, Filisola, Arista, Barragán, Sana Anna, José Joaquín Herrera, etc., militaron también bajo las banderas del rey y fueron más tarde, bajo la dirección de Iturbide, los que desligaron a México de España.
 
No hay incongruencia en la conducta de ninguno de ellos. Si no se sumaron a Hidalgo fue porque, estando de acuerdo con el propósito, no lo estaban en el modo de ejecutarlo.

Iturbide en acción.
 
No iba con el carácter de Iturbide quedarse quieto cuando los demás obraban. Se halla en la hacienda de Apeo cuando empieza la insurrección. El día 20 septiembre recibe noticia de ella, e inmediatamente se dirige a la capital del reino, donde el virrey Venegas, que ya tenía informes acerca del valor de este oficial, lo enrola en las filas realistas, encomendándole la captura de los insurgentes Luna y Carrasco, que habían atacado la ciudad de Acámbaro.
 
Iturbide vuelve a Valladolid y marcha luego a Maravatío, donde organiza una pequeña fuerza. El 12 de octubre de 1810, un según consta, de su hoja de servicios, con 35 soldados evita la entrada a Maravatío de una partida de 500 rebeldes.
 
Entre tanto, José Joaquín de Iturbide, con la familia del hijo mayor, deja la casa de Valladolid y después de visitar la hacienda de Apeo, se dirige a la ciudad de México. El 17 de octubre, como hemos dicho, entra Hidalgo con el grueso de su gente a la capital de Michoacán, que es saqueada. Las chusmas se echaron tumultuariamente sobre las casas de los principales vecinos (entre ellas las de la familia Iturbide). Allende tuvo que disparar un cañón contra los saqueadores para contenerlos. Pero la horda era incontenible. Se cuenta que un amigo del cura Hidalgo le preguntó en Valladolid, al ver los excesos de los revolucionarios, qué era aquello que intentaba, y que Hidalgo le contesto: "Más fácil seria explicar lo que quise que hubiera sido; lo que realmente es, no sé comprenderlo".

Las Cruces.
 
En octubre 19 de 1810, el virrey Venegas ordena a Iturbide que una su fuerza a las del coronel Torcuato Trujillo. Mientras tanto, Hidalgo marcha de Valladolid hacia el valle de México, a la cabeza de una fenomenal chusma de 80,000 hombres, armados de lanzas, piedras y palos. El virrey instruyó a Trujillo que lo persiguiese. Iturbide se unió a la fuerza realista en Toluca. Trujillo bloqueó el camino de la capital, instalándose en el Monte de las Cruces con 1,379 soldados todos mexicanos, pues aquélla era una guerra civil, no extranjera. Tan corto número de soldados debía contener la horda inmensa, como la llama Bravo Ugarte, compuesta de 80,000 indios, “tan prevenidos para el saqueo de México, que traían consigo los sacos para llevarse lo que cogiesen”, dice Alamán. Francamente digamos si era posible realizar la Independencia con aquella gente que no iba más que al saqueo y al pillaje, y si había o no razón para oponérsele.
 
Entre las laderas cubiertas de pinos se trabó el 30 de octubre una fiera pelea. Los mexicanos que mandaba Trujillo, abrumadoramente superados en número por los insurgentes de Hidalgo, tuvieron que retirarse, pero esta batalla tuvo para ellos el efecto de una victoria.
 
Desde Chapultepec, en 6 de noviembre, Trujillo envío un parte al virrey elogiando la conducta de sus soldados. "Recomiendo a V. E. -decía- a todos los soldados de cada una de las clases que tomaron parte en esta gloriosa acción".
 
Fue ésta la primera acción de guerra en la que participo Agustín de Iturbide, a quien Trujillo menciono en su parte diciendo: Cumplió con tino y honor cuanto le mandé, y no se separó de mi lado en la difícil retirada".
 
En premio de sus servicios Iturbide fue ascendido a capitán, con mando de la compañía de Huichapan, del batallón de Tula.
 
Hidalgo se volvió con su horda hacia Querétaro, sin que intentara el ataque a México. En la retirada se le dispersó la mitad de su ejército. Sus mermadas fuerzas se encontraron con las de Calleja en San Jerónimo Aculco el 7 de noviembre, donde la dispersión de los insurgentes fue completa.
 
 Hidalgo, fugitivo, llegó el 13 de noviembre a Valladolid, y después de ordenar una degollina de prisioneros español, salió a Guadalajara, donde organizó su gobierno. En el Puente de Calderón, 17 de enero de 1811, el nuevo ejército formado por Hidalgo fue derrotado por el Calleja. Los jefes vencidos se dirigían al norte cuando cayeron en poder de los realistas, y fueron ejecutados. Pero la revolución no se extinguió con ellos.

Iturbide en el Bajío.
 
Con el batallón de Tula, del que era capitán, pasó Iturbide a servir en el Sur, a las órdenes del comandante de Taxco. Enfermó y tuvo que volver al centro. Con el fin de perseguir a las partidas insurgentes que inundaban el Bajío de Guanajuato, se destacó del ejército del centro una división al mando del coronel Diego García de la que formaba parte un batallón mixto, cuyo mando se confió a Iturbide.
 
Es el Bajío de Guanajuato donde Iturbide despliega su genio militar y político. Allí tiene oportunidad de mostrar su audacia, su sangre fría, su invulnerabilidad a la fatiga. Cabalga 20 ó 30 leguas, sufriendo hambre o lluvia, y apenas está quieto unas horas para emprender de nuevo fulgurantes cabalgatas en pos del peligro. En el Bajío, tierra de domadores de caballos, de grandes jinetes, sobresale como el mejor de todos, y es entonces cuando empiezan a llamarle El Dragón de Fierro.
 
En las noches escribe cartas, innumerables cartas a sus jefes, a sus amigos y a sus compañeros de armas, en las que da y pide informes. Se mantienes al corriente de todo lo que pasa y está atento al curso de las corrientes políticas que agitan su patria. Duerme poco, y en cada amanecer recobra ímpetus para marchar contra el enemigo y caer sobre él como un rayo.
 
Al mismo tiempo pone en juego todos los recursos de su simpatía personal. Posee el arte de persuadir. Habla con frases breves y cortantes. Con su valor, su franqueza, su magnetismo de criollo seguro de sí, se adueña de la confianza de los que le rodean y despierta la admiración de los que le conocen. Así va forjando su personalidad de caudillo.

El bandolerismo.
 
El bajío de Guanajuato está infestado de bandoleros. El más temible de ellos es Albino - García, El Manco García, nativo de Salamanca, pueblo que con Valle de Santiago era su base de operaciones, Guerrillero infatigable, se presentaba de improviso donde menos se le esperaba; derrotado en un punto y cuando se le creía destruido, aparecía en otro. Atacaba los convoyes, cortaba las comunicaciones y en cuanto tenía oportunidad, caía sobre una población desprevenida. Sus segundos eran Cleto Camacho y Natera. En sus correrías atacó Celaya, taló las inmediaciones de Pénjamo y obligó a los realistas a retirarse, pasó a Lagos, se echó sobre Guanajuato y atacó después Irapuato. Aumentaba su fuerza quitándolas armas a las partidas insurgentes que no se le sometían. No tenía Albino ningún objeto político. Cuando la junta de Zitácuaro le exigió que reconociera su autoridad, contestó que no reconocía “más junta que la de dos ríos, ni más alteza que la de un cerro". En una ocasión inundó todo el Valle de Santiago, soltando las compuertas de los vallados en que se recogía el agua para la siembra de los trigos, inutilizando así los caminos.
 
Grandes masas de gente del campo a caballo, de la clase de mestizos y mulatos, armados unos con lanzas y otros con fusiles y espadas, prontos para atacar y más prontos para huir, era lo que constituía la fuerza principal de Albino, al que auxiliaban, cuando intentaba el ataque de un pueblo o de una hacienda, multitud de indios honderos.
 
Albino atacaba lo mismo a los "americanos" que a "los españoles", y "reduciendo su plan a sólo el saqueo sin mira ninguna política y sin distinción de nacimiento de los dueños de las propiedades que invadía, obligó a defenderse a todos los que tenían qué perder”. De allí que, aun los partidarios de la Independencia, como don José María Esquivel, comandante de Irapuato, fueran implacables enemigos de Albino García y sus secuaces, entre los que figuraban Escandón, los González, Salmerón, Los Pescadores y El Negro Valero.

Captura y muerte de Albino García.
 
En abril de 1812, conducía el coronel García Conde un convoy con plata y ricas mercancías de Querétaro a Guanajuato. Al llegar a Salamanca se vio rodeado de la gente de Albino García, que lo atacó. Los arrieros despavoridos huían dejando las mulas, las que caían muertas o corrían espantadas por las calles, y los soldados, ocupados en sujetarlas y en recoger las cargas, no podían atender a la defensa. En los momentos de mayor peligro, cuando había corrido la voz de que García Conde era muerto y el coronel Cayre, aterrado, "había perdido la facultad de discurrir", el capitán Iturbide, con aquella imperturbable serenidad que era característica suya, se presentó y salvó el convoy, que con algunas pérdidas siguió su marcha a Irapuato.
 
En Silao, y para combinar un plan de operaciones con las tropas de Jalisco, dispuso García Conde que el capitán Iturbide fuese a Guadalajara a conferenciar con Cruz y con Negrete. "Marchó Iturbide con 60 realistas de Silao; con esta corta escolta atravesó por entre las partidas de los insurgentes; desempeño completa y satisfactoriamente su comisión, y con la viveza y actividad que le eran geniales, a los 6 días estaba de vuelta en Silao, en el campo de García Conde. Marcha ciertamente prodigiosa si se consideran los riesgos a que Iturbide se expuso, y el corto tiempo en que desempeño su comisión, apenas bastante para el viaje de un correo en tiempos pacíficos y normales”.
 
 Quedo acordado por medio de Iturbide que Negrete marcharía contra Albino García, atacándole el 15 de mayo a las 10 de la mañana, cubriendo los caminos que de Parangueo y Yuriria conducen a Valle de Santiago, y que García Conde haría lo mismo, por el lado de Celaya. El sagaz Albino, que no sabía leer pero que tenía instinto militar, olió el intento de sus perseguidores y en vez de esperar en Valle el ataque simultáneo de García Conde y Negrete, se adelantó a encontrar a este último en la hacienda de Parangueo, con lo cual desconcertó los planes del enemigo.
 
En Parangueo cargó Albino sobre Negrete con toda su fuerza, poniéndole en mucho aprieto. Al llegar García Conde, Albino se retiró y perseguido por la caballería, perdió alguna gente.
 
Durante 17 días lo persiguieron tenazmente; pero Albino, enfermo de gota y obligado a caminar en coche o en camilla, cuando estaban a punto de alcanzarlo montaba con ligereza a caballo, y huyendo por montes y veredas se volvía ojo de hormiga. García Conde, cansado de perseguir un enemigo que se le desvanecía como fantasma, desistió de su intento y volvió a Salamanca, donde supo que Francisco García, hermano de Albino, estaba con otros capitanes de gavillas reuniendo gente en Valle de Santiago, dirigiéndose luego a Irapuato, y de aquí a Salamanca, donde supo que Francisco García, hermano de Albino, estaba con otros capitanes de gavillas reuniendo gente en Valle de Santiago, y que Albino no hacía noche en un punto fijo, temeroso de una sorpresa. Entonces se le ocurrió a Iturbide coger desprevenidos a los cabecillas en Valle de Santiago, pues era de esperarse que estuvieran descuidados, creyendo que García Conde se hallaba ocupado en la custodia de un convoy.
 
García Conde aprobó la idea y dispuso que la ejecutara el mismo Iturbide. Salio éste al anochecer del 4 de junio con 160 soldados a caballo, y orden de medir el paso para llegar a Valle al salir la luna y de que si encontraba partida, matase a todos los que la compusiesen para evitar que Albino fuese avisado.
 
Todo lo ejecutó Iturbide con exactitud. A las 2 de la mañana de junio llegó a Valle, sorprendió a la avanzada que estaba la entrada del pueblo, fingiendo ser Pedro García, que se venía a unir con Albino, y ocupo sin ser sentido las calles y las puertas de las casas en las que los alzados dormían tranquilamente.
 
 Albino, que creía que Iturbide estaba lejos de Valle de Santiago, despertó a los gritos de: -¡Aquí los granaderos de la Corona! ¡Allá el batallón mixto! ¡Ocupen las bocacalles con los cañones!
 
Sobrecogidos con estas voces creyeron que toda la división de García Conde estaba sobre ellos. Albino fue preso, y también su hermano Francisco, al que llamaba "el brigadier don Panchito". Fueron muertos como 150 hombres, entre ellos varios jefes principales y muchos de los bravos a quienes Albino llamaba sus compadres y que formaban su guardia personal.
Todos los que tomaron parte en esta acción eran mexicanos. Así lo hace notar Iturbide en su informe a García Conde, donde dice: "Para hacer algo de mi parte con objeto de quitar la impresión que en algunos estúpidos y sin educación existe, de que nuestra guerra es de europeos a americanos y de éstos a los otros, digo: que en esta ocasión ha dado puntualmente la casualidad de que todos cuantos concurrieron a ella, han sido americanos sin excepción de persona"
 
Iturbide llevó a Albino García a Celaya, acosado por las guerrillas insurgentes. El 5 de junio anotó en su diario: "Llegué a Celaya a las cinco y media de la tarde con los prisioneros después de viajar durante 21 horas sin apearme de mi caballo".
 
Albino y tres compañeros suyos, entre ellos su hermano, fueron fusilados 3 días después. Albino hizo escribir a sus padres, que eran adictos realistas, pidiéndoles perdón por no haber querido escuchar sus buenos consejos. También mandó cartas a Canelero y Secundino, otros cabecillas rebeldes, pidiéndoles que se presentasen a los comandantes de las demarcaciones respectivas.
 
Iturbide fue ascendido a teniente coronel el 6 de junio.

Otros encuentros.
 
García Conde siguió con el convoy a México. En Calpulalpan lo esperaban los insurgentes de Huichapan con dos cañones, "lo que dio nueva ocasión a Iturbide de señalar su bizarría". Con una partida de 90 caballos los atacó, les quitó los cañones y una bandera, mató 80 hombres e hizo 8 prisioneros.
 
El 20 de junio entró García Conde a México con el convoy, conduciendo 605 barras de plata del rey y 900 de particulares. La entrada de la división fue triunfal. Los ojos del público buscaban con ansia a Iturbide, al que se atribuía con razón todo el mérito de la captura del temible Albino. La popularidad empezaba a sonreírle.
 
La muerte de Albino no produjo la pacificación del Bajío. Otros cabecillas le sucedieron, como Cleto Camacho y Salmerón. Por aquel tiempo llegó a Guanajuato José Liceaga, miembro de la junta soberana, con el Dr. Cos. Los insurgentes volvieron a reunirse en gran número en Yuriria y en el Valle. Iturbide se dirigió a batirlos con una fuerte división. A marchas forzadas caminó de la hacienda de San Nicolás a Valle de Santiago, donde derrotó a las fuerzas de Liceaga (24 de julio), quien se fugó, lo mismo que el Dr. Cos.

El ataque al fuerte de Liceaga.
 
Liceaga se retiró a la laguna de Yuriria, en cuyo centro había dos islotes, que Liceaga unió por medio de una calzada. Los fortificó con una cerca de piedra, foso y estacada. A esta fortificación, considerada como inexpugnable, le dio Liceaga su nombre, y dentro de ella construyó varias galeras para fundir cañones, acuñar moneda y fabricar pólvora. García Conde juzgaba innecesario atacar esta posición, creyendo que dominadas las márgenes de la laguna, habrían de rendirse sus defensores. A pesar de esto, Iturbide emprendió el asalto. Empezó por limpiar de guerrillas el terreno circundante. "Con su actividad genial, destruyó o dispersó las partidas que en aquellas inmediaciones había, no dejándoles momento de descanso desde el 9 de septiembre en que empezó las operaciones, hasta asentar su campo en Santiaguillo, frente a la isla". Las escaramuzas fueron 19 en 40 días.
 
El campamento de Iturbide estaba a tiro corto de cañón de la isla, protegido de los fuegos de ésta por una loma. Liceaga al aproximarse el peligro, se alejó de la isla, "pues nunca tuvo fama de valiente", y quedó al mando de ella el padre José Mariano Ramírez, con 200 hombres. Iturbide hizo construir 8 balsas y traer 2 canoas. Resolvió el ataque para la noche del 31 de octubre. El ataque se emprendió por 4 puntos al mismo tiempo, a las órdenes del capitán Endérica. Los atacantes desembarcaron en la isla, sin mayor oposición. Cogieron prisioneros al padre Ramírez, al coronel Santa Cruz, al ingles Nelson, que hacía de ingeniero y dirigió la construcción de los fortines, y al clérigo Amador, que conducidos a Irapuato, fueron ejecutados. De los defensores de la isla no se salvó uno solo.

Acción del puente de Salvatierra.
 
En abril de 1813, el veterano jefe insurgente Ramón Rayón sen dirigió a Salvatierra, donde se situó el miércoles santo. Rayón fortificó el puente sobre el río grande, a cuya margen está Salvatierra, así como los vados inmediatos, abriendo troneras en las paredes de las casas próximas al río.
 
Al acercarse Iturbide a practicar un reconocimiento, fue atacado por los insurgentes, que estaban apoderados del puente. Iturbide se retiró y fue perseguido. Esto ocurría el viernes santo (16 de abril). El oficial realista tenía dispuesto el ataque para el día siguiente, pero al verse atacado, cargó violentamente sobre el enemigo. El mismo se puso a la cabeza de la columna que acometió por el puente, y sin dar lugar ni aun a que disparasen los cañones, se apoderó de ellos y ocupó la ciudad. Rayón se retiró al puerto de Ferrer.
 
Con motivo de esta acción se publicó un arrogante parte, firmado por Iturbide, en el que se habla de que la pérdida de los insurgentes fue de "350 miserables excomulgados que descendieron a los profundos abismos", más 25 prisioneros, que fueron fusilados.
 
Ese parte, que ha dado lugar a tantas declamaciones contra su autor fue realmente hecho por Iturbide. Este padecía frecuentemente fuertes jaquecas, que lo obligaban a echarse en la cama, y cuando terminó la acción del Puente de Salvatierra, sintiéndose mal, se fue a acostar y encargó al capellán José Joaquín Gallegos que redactase el parte, el cual firmó sin leerlo. Cuando se publicó y echó de ver las expresiones chocantes que contenía, no pudo ya variar lo que había firmado. Esto dice Alamán, historiador que no suele buscar excusas a los errores de Iturbide.
 
La acción que referimos significó para su director el ascenso a coronel del regimiento de infantería de Celaya y la comandancia general de la Provincia de Guanajuato, que fue separada de la dependencia del general Cruz. A la tropa que concurrió a este hecho de armas, que Iturbide consideró siempre como uno de los más brillantes de su carrera militar, se le concedió un escudo con el lema: Venció en el puente de Salvatierra.
 
El virrey Calleja instruyó a Iturbide respecto a sus deberes. Lo mantendría informado acerca de sus actividades militares, limpiaría los caminos de rebeldes, escoltaría convoyes y conservaría sus hombres en buen estado de disciplina. Debería administrar justicia pronta lo mismo a civiles que a militares. Parte de las mercancías y tomadas en las acciones militares debería ser distribuida entre los soldados que hubiesen intervenido en su captura. Los rebeldes que cayeran en sus manos serían tratados conforme al decreto del virrey Venegas. Por último, fomentaría el comercio, la agricultura y la minería".
 
Iturbide agradeció la promoción, pero en carta escrita a su padre por ese tiempo declaraba que su deseo era ver restablecida la tranquilidad de su patria para poder retirarse del servicio militar, disfrutar de los placeres de la vida de familia y dedicarse a la educación de sus hijos, "porque ni los galones, ni las condecoraciones, ni la adulación con que la fortuna parece lisonjearme, han desterrado esos placeres de mi mente", escribía.

Iturbide y Morelos.
 
Entre tanto la insurgencia había hallado un nuevo y valioso jefe en el cura José María Morelos, quien dio pronta nueva vida al movimiento con sus triunfos militares y su iniciativa política.
El 6 de noviembre de 1813, el congreso al que convocó Morelos, reunido en Chilpancingo, declaró la Independencia, reconoció al propio Morelos como generalísimo de las fuerzas revolucionarias y depositario del poder ejecutivo. El mismo día decretó el establecimiento de la Compañía de Jesús.
 
Establecido el congreso y organizado el gobierno, Morelos trató de ejecutar el plan que hacía tiempo meditaba de apoderarse de Valladolid, donde establecería la sede del congreso y una base de operaciones para invadir las provincias de Guanajuato, Jalisco y San Luis, según se presentase la oportunidad. Lo inducía a este proyecto la esperanza de realizarlo con facilidad, pues estaba informado de que no había más que 800 hombres de guarnición en la plaza, "y es de creer que también lo inclinase la afición al lugar en que había pasado sus primeros años".
Sin revelar a nadie sus planes, ordenó la movilización de las fuerzas que operaban en Veracruz y Puebla bajo el mando de don Nicolás Bravo y Matamoros. El mismo salió de Chilpancingo el 7 de noviembre.
 
Muy astutamente combinó sus acciones el generalísimo, de modo que el enemigo no sospechase su verdadero intento. Pero el alerta Calleja, que estaba bien informado de los movimientos del jefe insurgente, advirtió su propósito, y ordeno al general Ciriaco del Llano que marchase a defender la plaza, previniendo a Iturbide que con las tropas del Bajío se uniese a Llano en Acámbaro. El ejército así formado se llamaría Ejército del Norte y estaría bajo el mando del general Llano, como jefe, y del coronel Iturbide, como segundo.
 
Morelos, reunidas en Cutzamala las divisiones de Matamoros, Bravo y Galeana, siguió la dirección del río Mezcala por la ribera derecha hasta Huetamo y de aquí se dirigió a Valladolid pasando por su curato de Carácuaro, Tacámbaro y Tiripetío, en cuya parroquia celebró la fiesta de la Virgen de Guadalupe. En tránsito se unieron a su ejército Muñiz, Arias, Ortiz y Vargas con sus partidas. Según el propio Morelos, sus fuerzas ascendían a 5,700 hombres, 30 cañones y una inmensa provisión de municiones. Según otros, el número total de hombres llegaba a 20,000.
 
Por el lado contrario, las órdenes del virrey habían sido puntualmente ejecutadas.
 
Morelos con todas sus fuerzas se presentó en las lomas de Santa María el 22 de diciembre. Al día siguiente intimó la rendición de la plaza al comandante Landázurri y escribió una carta a Abad y Queypo en la que, sin reconocerle su carácter episcopal, lo acusaba de haber contribuido más que ningún otro a encender la guerra con sus excomuniones y lo requería para que influyese en el comandante para que rindiera la plaza a discreción. En seguida dictó sus órdenes para el ataque.
 
 Llano e Iturbide se encontraban en Indaparapeo la mañana del 23 con la intención de llegar a Valladolid el 24, ignorando que Morelos estuviese tan cerca de la ciudad como se hallaba. Recibidos avisos del peligro, apresuraron su marcha.

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